Apenas
llevaba un par de minutos fuera, pero el traje negro que le acompañaba a todas
partes ya se había fundido con las sombras de la noche. Poco más que oscuridad
había por aquel sitio remoto, la llama del cigarrillo que sostenían sus heladas
manos era lo más parecido a una luz que podía verse por allí. La elección de
una pequeña caseta perdida en mitad de la nada no había sido fruto del azar,
nadie podía enterarse de lo que allí estaba ocurriendo. Era el momento de
volver adentro y acabar de una vez por todas lo que había empezado, ya se había
entretenido demasiado, así que se apresuró en poner fin a la vida del pitillo
con una intensa calada.
Atado
de pies y manos a una vieja silla y con la boca amordazada, el hombre que
esperaba dentro sintió un horrible escalofrío cuando vio la puerta abrirse de
nuevo. Cada paso que daba hacia él aquel desconocido hacía correr un nuevo
temblor por su cuerpo, ya se había divertido bastante a su costa o, al menos,
eso era lo que él pensaba. Y aunque le costó todo un mundo asumirlo, finalmente
entendió que no había manera de escapar de allí, por lo que decidió cerrar sus
ojos y hacer volar su mente. ¿Cómo podían haber cambiado así las cosas de un
momento para otro?, aquella misma mañana había estado jugando como un niño con
sus hijas pequeñas, y por la tarde había quedado con aquellos amigos que tantos
meses llevaba sin ver. Precisamente, fue de camino a aquel esperado encuentro
cuando, sin previo aviso, recibió un tremendo golpe en la cabeza. Lo siguiente
que vería al abrir los ojos serían aquellas cuatro paredes negras que, si nadie
lo impedía, iban a presenciar su final.
¿Por qué a mí?, se
repetía a sí mismo una y otra vez, entre lágrima y llanto, convencido de la
injusticia y la crueldad del destino. Sin embargo, a pesar de aquellos
lamentos, lo cierto es que nada de casualidad había en lo que le estaba
sucediendo. El hombre de negro que lo había arrastrado hasta allí sabía muy
bien quién era él y las cosas que había estado haciendo, de nada le iba a valer
seguir ocultando sus secretos más inconfesables. Si el perdón era la llave de
su salvación, no parecía que aquel día fuera a tener suerte, había llegado la hora
de pagar por sus pecados.
Uno de los muertos, Parte 2:
Foto: Reservoir Dogs (1992) Dir. Quentin Tarantino
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